La dictadura militar argentina desapareció
a 30.000 personas y cabe señalar
que la palabra "desaparecido" es
una sola, pero encierra cuatro conceptos: el
secuestro de ciudadanas y ciudadanos
inermes, su tortura, su asesinato y la
desaparición de sus restos en el
fuego, en el mar o en suelo ignoto.
La memoria es un santuario vasto, sin
límite, en el que se
llama a los recuerdos que a uno se le
antojan. Pero hay recuerdos que no
necesitan ser llamados y siempre están ahí
y muestran su rostro sin
descanso. Es el rostro de los seres amados
que las dictaduras militares
desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de
cada compañero de trabajo, alimentan
preguntas incesantes: ¿cómo
murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué?
¿Dónde están sus restos para
recuperarlos y darles un lugar de homenaje
y de memoria? ¿Dónde está la
verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los
asesinos, la cobardía del silencio. Así
prolongan la impunidad de sus
crímenes y la convierten en impunidad dos
veces.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que
remover el pasado, que no hay que tener
ojos en la nuca, que hay que mirar
hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están
perfectamente equivocados. Las heridas aún
no están cerradas. Laten en el
subsuelo de la sociedad como un cáncer sin
sosiego. Su único tratamiento es
la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La
memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus
armas, hay que limpiar el pasado para que
entre en su pasado. Y sospecho
que no pocos de quienes preconizan la
destitución del pasado en general, en
realidad quieren la destitución de su
pasado en particular.